miércoles, 26 de mayo de 2010

De lamiis et pythonicis mulieburis.

No importa, te juro que no me importa que tus muslos sean así de gordos, no me importa la celulitis que te decora toda entera, no me importan los rollos que te cuelgan, unos sobre otros, desde la cintura para abajo. Y no sé por qué digo no me importa si incluso me gusta, claro que me gusta y me gusta mucho, me encantan, me encanta, me encanta que seas un enormísimo colchón orondo, esponjoso, poroso, fofo, bofo, fungoso; me encanta que seas una O gigantesca y redonda; me encantan tus cuatro cúpulas temblequeantes: tetas de budín de pan, nalgas de budín de pan; me encanta pensar en mi escualidez masculina contra tu abundancia femenina, me encanta sentir mi delgadez contra tu adiposidad, mis huesos contra tu mantenca; me encanta vivenciarme descarnado, desmedrado, macilento, hético, enteco, escuálido esmirriado, escuchimizado y sin tripas ni cuajar junto a tanto sebo, tanta pringosidad, tanto chicharrón, tanta enjundia. Si vos sos mi lardosa, mi untuosa, mi aceitosa. ¡Si vos sos mi gordita!.

            ¿Pero sabes una cosa, gordita? Hay algo que sí me importa. Me importa ese pelo largo y solitario que te crece sobre el dedo grande del pie derecho. Qué sé yo. Me molesta. A veces, cuando estas dormida, me dan ganas de arrancártelo con la pinza que usas para depilarte las cejas. Pobre pelito único y solitario. Quizás me jode por eso, por único y solitario. Los pelos, cuando crecen de a montones en los lugares indicados (en la cabeza, en los perfumados campitos oscuros del pubis o de las axilas), no me molestan. Pero ése sí. No sé por qué me fastidia tanto. Si floreciera al menos en caspa o en liendres tendría sentido. Pero no, es un filamento estéril y negro allá en el remoto cofín de tu geografía. Un yuyo solitario. Y lo peor es que no me atrevo a decírtelo por que pienso que ese pelo es una especie de hijo querido adorado, que arrancártelo seria algo así como matar un ente visceralmente precioso, profundamente tuyo. Matarlo seria matarte. Entonces me callo. Me las aguanto, gordita mía. Te comprendo ¿viste?
            No me importa que tengas menos carne que una bicicleta, no me importa que la piel apenas logre disfrazarte el esqueleto, no me importan tus omóplatos salientes (¡alitas de ángel!) ni tus rotulas puntiagudas; no me importa que seas un osario crujiente, un saco de zancarrones, una calavera maquillada. Y no sé por qué digo no me importa si incluso me gusta, claro que me gusta y me gusta  mucho, me encanta, me encanta, me encanta que seas catrera de faquir, me encanta que sea I rígida y estirada, me encantas tus aristas afiladas me encanta tu cuerpo lleno de mojones y de espigones y de ángulos; me encanta pensar en mi solidez masculina contra tu externuración femenina, me encanta sentir mi fuerza contra tu magrez , mis músculos contra tu fragilidad; me encanta vivenciarme robusto, pujante, dinámico, duro, consolidado, vigoroso, lozano y estar siempre de buena hebra junto a tanta consunción, tanto marasmo, tanta emancipación, tanta tenuidad. Si vos sos mi descarnada, mi trasijada, mi escurrida. ¡Si vos sos mi flaquita!
            ¿Pero sabés una cosa, flaquita? Hay algo que si me importa. Me importa ese pelo largo y solitario que te crece sobre el dedo grande del pie izquierdo. ¡Que se yo! Me molesta. A veces, cuando estás dormida, me dan ganas de cortártelo con la tijerita que usas para arreglarte las uñas. Pobre pelito negro y rizado. Quizá me jode por eso, por rizado. Los pelos, cuando son lacios y suaves y acariciabas y sin pretensiones y crecen en comunidad, no me molestan. Pero ése sí. No sé por qué me fastidia tanto. Si al menos se abriera en una inflorescencia cimosa o racimosa. Pero no, se queda ahí, quieto, enroscado sobre si mismo, viborita desgraciada y negra incapaz de reptar allá abajo, donde te terminas. Y lo peor es que no me atrevo a decírtelo por que pienso que ese pelo es una especie de feto muy tuyo, que cortártelo seria algo así como cortarte el útero, y como morderte los ovarios, como tajearte las trompas de Falopio. Y las de Autaquio, de paso. Matarlo seria matarte. Entonces me calo. Me las aguanto, flaquita mía. Te comprendo ¿viste?
            Vení, gordita, te presento a mi flaquita. Vení, flaquita, te presento a mi gordita. Tanto gusto, tanto gusto. Eso es, dense un beso cada una en cada mejilla. Pero si, claro, somos gente grande, somos gente evolucionada, no creemos en la monogamia, sabemos que donde caben dos caben tres y que tres se divierten en la cama mucho mas que dos (y que uno solo, por supuesto). Vengan, mis dos amores. Mi O. Mi I. mis dos letras preferidas. Mi todo el alfabeto en dos letras. Vení, gorrona gorrina, marrana. Vení, osteológica asificada, osamente. Vengan ambas. Aplástame, gorda, plaf. Serruchame, falca, rrr. Rebotemos, rebosémos, rebasémos, rebocémonos, rebufemos. Me huuuuuundooooo. Me laaaaastimooooo, flaca. ¡Ay, cómo gozo!
            Una de cada lado y yo en el medio; a mi derecha la montaña pingüedinosa, los fabulosos flancos blanquísimos y blandísimos, los gigantescos almohadones de carne sobada, molificada, enmohecida; a mi izquierda la armazón de huesos, las pronunciadas salientes durísimas petrificas, los arrugados mapas de piel reseca, plisada, escurrida; una de cada lado y yo en el medio, feliz al verlas dulcemente dormidas, hundido en la contemplación de su molicie, sumergido en el nirvana; una de cada lado y yo en el medio y los tres desnudos. Me incorporo un poquito, apoyandome sobre los codos, para mirar en toda su extensión os dos paisajes, el rotundo y el lineal, para deleitarme en tanta belleza, tantísima belleza que no me cabe en las pupilas. Y para ver allá abajo, en el dedo grande del pie derecho de mi gordita, ese pelo negro y solitario que ha empezado a crecer a ojos vistas, que se estirada como un tallo interminable; para ver también en el dedo grande del pie izquierdo de mi flaquita ese pelo rizado que se retuerce y se estira en tirabuzón; los dos pelos que avanzan hacia arriba, que por momentos se incluyan como fleibles estípites para hacerme cosquillas en las caderas, en la cintura, que siguen subiendo amorosamente, ominosamente, que ya están a la altura de mi garganta, uno brotando desde mi gordita, otro brotando desde mi flaquita, que empiezan a enroscarse en mi cuello con lentitud acariciante pero firme, que dan una vuelta y otra y me oprimen cerrando cada vez mas el finísimo pero implacable doble nudo. Y siento la súbita erección y el último orgasmo en el momento en que dejo de ser yo para ser el estrangulado.


Ignacio Xurxo. Escritor Argentino